viernes, 23 de octubre de 2009

Conductores del Proceso del Cambio


Si la evaluación cumple una función permanente de información valorativa acerca del estado de la educación, dicha tarea adquiere una importancia aún mayor en épocas de cambio acusado y durante los procesos de reforma educativa. En esas circunstancias, su contribución a la mejora cualitativa de la educación resulta más evidente, si cabe.
Al hablar de cambio y de reforma hay que tener cuidado con no identificar ambos términos. De hecho, hay un gran debate acerca de la conexión o independencia de ambas realidades. Para algunos autores, los procesos de reforma constituyen la ocasión privilegiada para transformar profundamente las bases de la tarea educativa y su incidencia social (Husen, 1988). Para otros, por el contrario, las grandes reformas educativas se han mostrado generalmente incapaces de cambiar las prácticas y la cultura de las escuelas y de los docentes (Gimeno, 1992). Dada esa discrepancia, no deben tomarse ambos términos como sinónimos, estrictamente hablando.
No obstante, al hablar aquí de la influencia de la evaluación en la conducción de los procesos de cambio, se hace referencia a los procesos de carácter intencional, esto es, a los que se plantean unas metas determinadas y pretenden alcanzarlas. En algunos casos, dichos cambios tienen una dimensión exclusivamente local o institucional; en otros, se refieren a ámbitos más amplios, de carácter regional o nacional. A veces, tales transformaciones responden a planes elaborados de antemano; otras veces, se producen de manera escasamente planificada. Así considerados, los procesos de cambio llegan a solaparse parcialmente con las reformas, en el caso de plantearse objetivos de la suficiente generalidad como para afectar a rasgos básicos del sistema educativo. En conjunto, puede afirmarse que el estudio de los procesos de cambio constituye hoy en día una aportación de primer orden para la comprensión de los fenómenos educativos (Fullan, 1991 y 1993).
Las tensiones y exigencias que experimentan los sistemas educativos para dar respuesta a las múltiples demandas recibidas desde diversas instancias sociales les han obligado a adaptarse continuamente a las nuevas circunstancias. Ello ha determinado la puesta en marcha de procesos acelerados de cambio, llámense o no reformas, que constituyen hoy en día una experiencia habitual en muy diversos lugares.
Los procesos de cambio pueden abarcar diversos ámbitos del sistema educativo. La clasificación más tradicionalmente aceptada es la que distingue entre transformaciones estructurales, que afectan a la división, secuencia y duración de las etapas educativas; curriculares, que afectan a la definición, diseño y desarrollo del currículo impartido en las escuelas; y organizativas, que afectan a las condiciones en que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje en los centros educativos. Sean de uno u otro tipo, lo cierto es que un gran número de países de nuestro entorno están inmersos en dinámicas de cambio y/o de reforma educativa, de distinta envergadura, con diferentes objetivos y siguiendo estrategias muy variadas. Tanto es así, que en algunos casos se ha llegado a hablar de que los sistemas educativos han entrado en una fase de reforma permanente.
Más allá de la diversidad interna y multiforme de los procesos de cambio, la mayoría de los países que los afrontan manifiestan un claro interés por evaluar sus efectos. Tanto por la inversión de recursos económicos, materiales y humanos que suelen exigir, como por las expectativas que generan, los ciudadanos, las familias, los docentes, los administradores y los responsables políticos de la educación demandan una valoración de sus resultados. Desde una lógica democrática, parece razonable que la toma de decisiones acerca de cuestiones que tanto y tan íntimamente afectan a la sociedad se realice a través de una evaluación cuidadosa y sistemática de los efectos producidos en las situaciones de cambio.
Dicha utilización es plenamente concordante con el concepto de conducción que antes se presentaba, entendido como un proceso de recogida sistemática de información con carácter previo a la toma de decisiones. Por otra parte, concuerda plenamente con una tendencia crecientemente implantada en los aparatos administrativos, como es la evaluación de políticas públicas, entendida como alternativa a la evaluación por el mercado. Por ello, no debe resultar extraño el recurso cada vez más frecuente de las administraciones públicas a la evaluación como estrategia para efectuar la conducción de los procesos de cambio y/o de reforma y para la propia gestión y administración del sistema educativo en su conjunto.
De acuerdo con estas nuevas perspectivas, parece indudable que la evaluación puede realizar una importante contribución a la mejora de la educación, a través del seguimiento permanente y riguroso de los efectos producidos por los procesos de cambio que tienen lugar en los sistemas educativos. Los trabajos de evaluación de las reformas educativas, cada vez más frecuentes, permiten cumplir el triple propósito de obtener más y mejor información sobre el alcance y las consecuencias de dichos procesos; objetivar el debate público sobre los mismos, contribuyendo a descargarlo de pasión y de prejuicios; y apoyar la toma de decisiones, que en tales circunstancias debe realizarse con carácter frecuente e inmediato. La mejora de la calidad de la educación pasa por la evaluación sistemática y rigurosa de los procesos de cambio y de las reformas educativas.

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